"Aquel niño bajo los manglares concebido fue siempre para el padre fruto de una equívoca pasión", decía su epitafio.
Fue criado por su madre, una mulata soltera para siempre, a la esperanza de que algún día volviese aquel ruin galán, como así lo nombraba cuando hablaba de quien él no era hijo, sino que "fruto de una equívoca pasión", como decía la primera y única respuesta al sinnúmero de cartas que ella le envió a este señor.
Desde pequeño comenzó a trabajar para ayudar a la ya débil madre, producto de la desgastadora y eterna espera. Pero como el dinero que traía a casa no bastaba del todo, juntó un poco en secreto cada quincena a costa de notables sacrificios. Compró semillas, un saco de tierra, y el uniforme para la escuela publica en donde más tarde se matriculó.
Gracias a las semillas, la madre cultivaba el propio alimento mientras seguía estoica (según ella) su espera. A los cuatro siguientes años el niño ya podía optar a mejores empleos, siempre guardando dinero en secreto.
El huerto de la madre era fructífero. Hasta podía vender las verduras excedentes, o cambiarlas por carne, harina o leche con las demás mujeres del otro lado del manglar.
Pasaron los años. El chico se graduó de la secundaria, la madre se ponía anciana.
Con el dinero que había reunido incondicionalmente, le consiguió una mucama que la asistía, cultivaba las verduras de su huerto y se encargaba de depositar sus cartas en el buzón dos veces por semana. "Aquel niño bajo los manglares concebido fue fruto de una equívoca pasión", refunfuñaba a regañadientes la madre todos los días religiosamente, a modo de oración para la comida una vez se encontraban sentados y listos en la mesa. Lo dijo desde el día en que recibió la respuesta de ruin galán que la hacía cada día más desgraciada hasta cuatro días antes de su muerte, porque para ese entonces ya había perdido el habla.
Por la gratitud que había mostrado a través del trato hacia su madre, él le propuso matrimonio a la mucama, quien aceptó en el acto. Su trabajo a esas alturas podía sostenerlas sin problemas a las dos; a pesar de ello, el huerto siempre siguió en pie, llegando a convertirse en parte importante de la tradición familiar. Fueron felices varios años, al tercero de casados la madre enfermó. Ni el médico ni la curandera del pueblo pudieron encontrar qué mal tenía, el siempre pensó que a su madre se la llevó el amor. Sus cenizas fueron esparcidas en los manglares, donde comenzó y tuvo término la vida de su hijo.
El había heredado la casa, que amplió hasta dos veces gracias a la ayuda de su mujer. Tuvieron hijos, según dicen los del pueblo, todos excelentes desde niños. Se dice que uno fue médico, otro trovador, hubo una hermosa bailarina, y hasta el primer vulcanizador.
El abuelo de los niños de ellos jamás supo. O que su hijo murió después de haber cumplido un siglo, y que en ese siglo había tenido siete casas, de las que dos donó a beneficencia y una perdió por un incendio el año de la sequía. Nunca supo si la mujer de los manglares seguía viva, si lo seguía esperando o había construido una vida ya sin él. No se enteró de nada.
El hombre nunca supo nada.
El no sabía nada.
Nada.
Ni siquiera eso sabía...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario