Diez y media y me mandan a traer una jaba de Heineken del patio. Mi papá habla animosamente con un cliente que justo ha llamado por un pedido de mercadería para su negocio en Sindempart como si fuera una quinceañera salvada por la campana.
Llego al patio y estoy mejor ubicado que en la Gran Carpa de la Pampilla. Se oye en una de las casas de al lado la canción de Coquimbo Unido cual himno comunista que se erige un rey en lo que claramente parece ser una reunión de familia.
Mientras tanto, arreglo el tubo fluorescente con el trapero que usé en la tarde. En mis oídos compite “la jardinera” de la Violeta Parra por mi escucha contra el cántico anterior. Ahora es como obvio comprender por qué mi abuela siempre ha pensado que Violeta es una compañera, si a la pobre siempre la enfrentan con tal himno de batalla aquí en la zona.
Llego al negocio orgulloso de aprender por mi cuenta la técnica de mi hermano con las cervezas como si fueran víveres de guerra mientras que mi padre vocifera por la mala distribución del stock. Le explico a mi mamá que mi demora se debe a un “atacaso artístico”
Mis receptores de leptina completamente bloqueados me ordenan servir un cappuccino y luego un grasiento brownie para saciar su sed de sangre.
Momento de tensión. Mientras vierto el agua sobre el café instantáneo, temo por la posibilidad de que quede mal preparado; puede que la chica de la televisión a la que le quedan 2 de 3 vidas pueda no llegar a los dos millones y medio de pesos; llega con horror a mi cabeza en el que un cuadro en el que mi papá ve el cuaderno con verborrea derramada encima da vuelta la página para hacer la lista del Don y se pierde para siempre.
Voy raudo donde mi padre empecinado agrupando las cosas con una gran sonrisa en su cara. Para mi alivio, hay un montón de especies sobre el cuaderno abierto en la misma plana. La arranco con rapidez y me escabullo hacia el negocio preocupado por la salud de mi espumosa hija nadando en una tasa grandota que dice “Felicidades”
Llego, el cappuccino es cremoso y la chica ha ganado los dos millones y medio.
Mis perversos receptores atacan nuevamente. Logro negociar con ellos agregándole azúcar al café por miedo a que me haga abrir el brownie, que me amenaza sensualmente.
Descanso un rato, el café es aceptable. La chica llega a los tres millones a costa de una vida (¡No vayas por los 5 millones, chica!)
>>Seba, una cristal en lata
>>Sí, mamá