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jueves, 5 de marzo de 2009

El hijo de Alejandro

La tristeza en la soledad de comer
solitario en una mesa de cuatro
en un departamento hecho para tres
sentado en una silla hecha para dos.
La tristeza de la soledad de estar
bajo el amparo de un foco nocturno,
de la soledad de los audífonos
en vez de frente a un contertulio.
La tristeza en la soledad de tomar
té frente a los sonidos de un computador
en vez de estar charlando en compañía.
La tristeza en la soledad de comprar
ropa en distintas tallas por si llega
alguien que necesite de una prenda,
alguien que quiera que él lo atienda.
La triste sentencia de la plegabilidad de la silla:
condenada de por vida a no ser nunca permanente,
la tristeza del que ya ha sido olvidado,
por alguien a quien más se quiere.

Y helo allí al pobre hombre solitario,
haciendo ropa de cama para dos,
compra juegos de loza para cuatro
mientras escucha temas musicales que del todo lo dejan destrozado.
Hace toda la comida para dos,
en su casa tiene doce vasos,
espera que algún día haya una fiesta,
celebrando, tal vez, su cumpleaños.
No pasa virutilla para el orden,
ni el cloro para inocuidad del baño,
sino para una eventual visita
que ha estado esperando hace unos años.
Su casa no es perfecta porque quiere
o porque así lo han criado,
es por si llega alguien a verle
y que quede impresionado;
que ella quede anonadada,
y que él quede atontado:
que quieran volver a casa,
volver a visitarlo.
No es cortés por etiqueta,
ni educado por estatus:
planea ser agradable
y vuelvan a visitarlo.
No adorna su casa porque así goza,
es más, todo lo contrario:
decora mientras piensa en los demás,
que vuelvan a visitarlo.

Y así se va su vida, ¡pobre hombre!
cuyo anhelo es ser acompañado,
sabiendo que eso nunca pasará
porque de él todos se han olvidado.